México 1988-2018 – El país que transitó a la democracia

Tanto cambió México entre 1988 y 2018 que, para los jóvenes, resulta imposible imaginar el país anterior que no les tocó vivir.

22 de marzo, 2024 México 1988-2018 – El país que transitó a la democracia

Una de las mentiras de AMLO que mayor impacto han tenido en la formación de la opinión pública, entre amplios sectores de población, es la narrativa que “el periodo neoliberal” fue un desastre absoluto para México en prácticamente todos los órdenes de nuestra vida pública. Esta narrativa ha sido y es el discurso oficial de la 4T y en ella insisten, una y otra vez, tanto Claudia como todos los voceros del régimen, desde Luisa María Alcalde al Fisgón y de Mario Delgado a Arturo Zaldívar. Para ellos, no habría cosa más dañina para la nación que “regresar a ese régimen de corrupción y privilegios para unos pocos que tanto daño le hizo al pueblo”. ¿De verdad? ¿Qué fue lo que realmente ocurrió durante esos 30 años (1988-2018) previos a la victoria electoral de AMLO? El asunto es relevante porque las mentiras de la 4T pueden afectar el voto, sobre todo, de muchos jóvenes que no comprenden ni valoran nuestra historia reciente y, como bien sabía Joseph Goebbels, una mentira que se repite suficientemente acaba creyéndose como si fuera verdad. Es necesario desmontar esa mentira y explorar nuestro pasado con objetividad, para poder reconocer lo que se hizo bien y corregir, o no volver a hacer, lo que se hizo mal. 

Por supuesto, esos 30 años no fueron, ni remotamente, un tiempo que vivimos en un mar de leche y miel, pero sí fue un periodo de profundas y significativas transformaciones y modernización nacional que, en vez de llamarle “periodo neoliberal” yo prefiero llamarle el de la construcción de la democracia en México. Es más, precisamente por los logros de esos años es que AMLO pudo llegar a ser, legal y legítimamente, Presidente de la República.

Esta profunda y real transformación (esta sí) no puede entenderse sin considerar que la década de los 80´s estuvo fuertemente marcada por el caos que nos heredaron los gobiernos del populismo autoritario de Luis Echeverría y José López Portillo (periodo que, por cierto, tanto admira nuestro actual Presidente): en lo político, ignoraron a la oposición, tanto que JLP ganó la Presidencia con el 92% de los votos; se enfrentaron al empresariado que denunciaba la corrupción y abusos del régimen, y sufrió el asesinato de algunos de sus líderes;  reprimieron ferozmente a la izquierda y despreciaron a las clases medias que desde 1968 reclamaban libertades y democracia y, ante las crisis económicas que generaron, hicieron lo que pudieron para tratar de salvar su patrimonio. Los fraudes electorales propios del antiguo régimen proveniente de la Revolución Mexicana se hicieron cada vez más inadmisibles para la sociedad en general y ocasionaron protestas cada vez más graves.  En lo económico, el populismo autoritario quebró financieramente al estado, dejando una deuda externa impagable, fuga de capitales e hiperinflación. Así, para 1988, cuando Carlos Salinas asumió la presidencia, había un imperativo de cambio fundamental en las estructuras políticas y económicas del país, que se fue realizando gradual pero consistentemente, entre tiros y jalones, más o menos dialécticamente, con el concurso de las diversas fuerzas políticas y los otros factores reales de poder e influencia que configuraban la sociedad mexicana. 

Estrictamente, hay que decir que no quedaba de otra y terminó imponiéndose la sensatez: la transformación estructural que inició el gobierno salinista y se continuó en los gobiernos de Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto, era obligada, tanto por las circunstancias de descomposición nacional precedente, como por el nuevo orden geopolítico del que México no podía ser ajeno. La verdad es que, entre 1988 y 2018, con subidas y bajadas, entre logros notables y episodios frustrantes y horribles (1994, por ejemplo), el país logró avanzar en diversos órdenes, modernizándose cada vez más en consonancia con las democracias liberales del mundo y convirtiéndose en una sociedad abierta que fue dando cabida, a los distintos modos de ser correspondientes a un país tan complejo y plural como es el nuestro.

Bien puede decirse que lo más destacable de este largo y fructífero periodo, fue la creación de instituciones que hicieron posible y real una vida democrática funcional y confiable y una notable estabilidad económica que, a partir de 1996, fue capaz de sortear crisis globales considerables que sacudieron la economía de muchos países pero no a la mexicana, con tasas de crecimiento moderadas pero sostenidas y manteniendo la inflación bajo control. Destacan la creación del Instituto Federal Electoral en 1992, que quedó separado del gobierno en 1996, y la creación del Tribunal Electoral del Poder Judicial, que garantizaron la realización de elecciones libres, competidas y de a deveras;  una reforma profunda del poder judicial en 1997, que le dio autonomía real a la Suprema Corte de Justicia; y en 2002, la aprobación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información que dio paso al IFAI (hoy INAI) en 2003, bastiones de la rendición de cuentas de las acciones de gobierno, clave en el combate a la corrupción. La autonomía del Banco de México (1994) le quitó al Presidente de la República la tentación de manejar a su capricho las decisiones monetarias; el INEGI favoreció grandemente el análisis de la realidad nacional y una toma de decisiones mejor informada. Sin embargo, el cambio institucional de mayor relevancia estratégica para nuestra modernización estructural fue el Tratado de Libre Comercio con EEUU y Canadá, que nos llevó de ser un país monoexportador y dependiente absoluto del petróleo a un país predominantemente industrial y manufacturero, globalmente competitivo, que hoy es el principal exportador de América Latina; modificó la estructura productiva del campo y el entramado del desarrollo científico y tecnológico nacional. Tuvimos hasta dos premios Nobel, dos Misses Universo, ganamos el Oro olímpico en Fútbol y dos mundiales sub 17. 

Tanto cambió México entre 1988 y 2018 que, para los jóvenes, resulta imposible imaginar el país anterior que no les tocó vivir y, para los viejos, a los que sí nos tocó el país autoritario, represivo, de partido único y fronteras cerradas y la ridícula ilusión de autarquía alimentaria, energética e industrial, puede ser algo tan increíble que a veces se nos olvida cómo era aquel país que dejamos atrás. Es algo parecido a lo que se muestra en aquella película de “Adiós a Lenin” (Dir. Wolfgang Becker, 2003) que mostraba las diferencias brutales entre la vida en la Alemania Soviética y la nueva Alemania, democrática y libre posterior a la caída del Muro de Berlín. 

Se ha dicho que esta enorme transformación estructural se olvidó de la agenda social y no implementó políticas y acciones dirigidas a aliviar la pobreza histórica que tanto ha dolido a la población mexicana. Tampoco es verdad: En esos años, se invirtieron miles de millones de pesos en programas sociales como “Solidaridad”, “Progresa”, “Oportunidades” y “Prospera”, que sirvieron como modelo y fueron copiados por otros países y que tuvieron un efecto muy positivo en materia de educación, acceso a la salud, acceso a la vivienda y mejora de la alimentación a favor de la población más vulnerable. “Los censos de población y vivienda indican que entre 1990 y 2020, en los mil municipios más marginados del país según los indicadores del Consejo Nacional de Población, la proporción de viviendas con agua potable aumentó de 38 a 88%, con drenaje de 16 a 80%, con electricidad de 56 a 98% y, con piso de tierra, bajó de 73 a 11%”. De hecho, el gasto social del gobierno y su impacto positivo medido a favor de la población más pobre, fue mayor, en cada uno de esos sexenios, que el realizado por la 4T entre 2019 y 2023. Con la creación del Seguro Popular en 2003, se hizo posible el acceso a servicios de salud para 53 millones de personas que antes carecían de esta posibilidad y que, con su cancelación en 2019 por la destrucción lopezobradorista, lo perdieron.

Grosso modo estos fueron los logros de los gobiernos sucesivos del PRI y del PAN en los 30 años previos al arribo de AMLO al poder. El PRD jugó un rol clave también en la construcción de la institucionalidad democrática y, cuando AMLO dejó ese partido en 2013, se sumaron a las reformas estructurales que logró el gobierno de Peña Nieto para profundizar la modernización y mejorar la productividad, las condiciones para la inversión y el desarrollo integral en materia de energía, telecomunicaciones, regulación de competencia económica y educación. Por supuesto esta construcción institucional fue complicada, rasposa y llena de conflictos, pero el país avanzó significativamente en varios órdenes. 

¿Qué falló entonces? Muchas cosas por supuesto. Desde errores en el diseño de políticas públicas hasta la maldita corrupción que no hemos podido erradicar del modo de ser nacional. En este periodo los salarios, particularmente el salario mínimo, se fueron a pique. En parte como un elemento necesario para controlar la inflación heredada del periodo populista anterior y en parte porque las empresas mexicanas (las pymes) fueron incapaces de levantar su productividad al nivel que era deseable. La economía informal, ese cáncer de nuestra estructura socioeconómica, no disminuyó y México sigue siendo un país con una enorme masa de población que se mantiene entre la venta en ambulantaje y los servicios de “viene-viene”. Otros se mudaron a las ganancias rápidas de la economía criminal, que creció frente a la impunidad que permitió nuestro maltrechísimo sistema policial-judicial y que se benefició de la apertura comercial. (Por las fronteras abiertas no solamente fluyen inversiones, bienes y servicios legales. También fluyen capitales y mercancías ilegales de todo tipo). 

Sobre lo logrado entre 1988 y 2018 había (y hay) que seguir construyendo. ¡Tantas cosas! En primer lugar, resolver el problemón que tenemos en materia de seguridad pública y acabar con la ineficacia del sistema policiaco-judicial que hace que la impunidad sea el mayor incentivo para la delincuencia. Hay que mejorar la calidad de nuestra democracia, con mayor y mejor calidad ciudadana; erradicar el dinero sucio en la competencia electoral; hacer más eficaz y eficiente el sistema de salud y, en general, hacer realidad un sistema de protección social equitativa e incluyente para toda la población; mejorar enormemente la calidad del sistema educativo con la participación y dignificación del trabajo del magisterio; apoyar y promover el desarrollo competitivo de millones de micro y pequeñas empresas y, sobre todo, llevar prosperidad a millones de personas que no han podido salir de la marginación y la pobreza. Etcétera. 

No debemos olvidar, nunca, que la política es el arte de lo posible y no todo lo que es deseable se puede lograr al ritmo requerido. Y tampoco olvidar que la democracia no es otra cosa que un sistema de mejora continua, siempre dependiente de la calidad de la ciudadanía (primero) y de la calidad de los gobernantes, a los que podemos sustituir si no funcionan.

Mucho de esto logramos entre 1988 y 2018. Ahí la llevábamos. 

Pues todo esto, dicen el Presidente y sus secuaces, fue el peor momento de la historia nacional. Y lo están destruyendo.    

X: @Adrianrdech

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